Merlu

Como en el Barandales, nadie ha sabido explicar la razón de ser de ese nombre, sin diccionario ni lengua que lo defina. No sabemos quién inventó su nombre ni cuándo, pero forma parte indisoluble de unas horas inolvidables de esta Pasión. 
Su nombre, como el sonido que lo define, nos viene dado por la tradición.

Es la larga noche del Jueves al Viernes Santo. Alrededor de las dos de la madrugada se inicia ese ir y venir de cornetas y de tambores que se convierte en una catarata de alaridos que no cesará ya hasta el mediodia. Ese eco fantasmagórico se alargará por todos los rincones de la ciudad, multiplicado durante horas y horas. Primeró será un rumor adormecido en la distancia, después un chillido agudo roto en pedazos ya bien cerca, y al final como un clamor al lado mismo del corazón.

El Merlú nació como reclamo. Es un despertador. Un anuncio de convocatoria a todos los hermanos de la Cofradía. A las cuatro todos, antaño, eran citados para asistir al sermón de la Pasión que preludiaba la salida de la procesión. Había recuento. Pasaba lista el secretario y no había excusa que impidiese hacer compañía a Jesús hasta el Calvario situado en el humilladero de San Torcuato, puertas afuera de la ciudad, al descampado convertido años después en un campo de torres, colmena de altos edificios que la modernidad llama avenida. Si el escenario ha cambiado, los protagonistas no. Siguen los pasos de don Ramón Álvarez convertidos en un ejercicio plástico de Evangelio. Continúan los hermanos con su pobre y gastada túnica de percalina y con su cruz al hombro, tal y como señalaron los estatutos de su refundación. Y suena, intemporal y áspero, el Merlú. Ese grito venido de otro mundo, un bramido de metales surgido de la nada. ¿Cómo y por qué?.

A esa hora, el sonido se clava como un cuchillo afilado en los silencios de la madrugada hasta la empuñadura del eco, y el rataplán del tambor estrecha su voz sobre la pobre tela de la esfera. A lo largo de la madrugada, esa señal de aviso se convierte en un momento de difuntos. Tiene entonces, con la procesión en camino, una sola referencia, ser una evocación de las ausencias. Ese inolvidable tono, tan metido en el alma, es una llamada desde la otra vida. La voz de tantos hermanos anónimos que piden un sitio en la procesión. Quieren estar en la fila. Suena el Merlú en su nombre. Ellos y ellas empujan el aire de la corneta y cogen el pulso a los palillos sobre el tambor. Son los ausentes. Debajo de la lisa túnica, hecha jirones de nostalgia, todos desfilan con el Merlú que alza su voz en nombre de todos los que la perdieron con la muerte, aquellos que sirvieron a la Cofradía con ejemplar rectitud e insuperable celo. Fueron simples hermanos de cruz, sin nombre ya, anónimos, como gastados y anónimos son hoy los nombres de sus sepulturas, cotaneros, merlús, camareras, músicos, carpinteros o directivos, entregados en cuerpo y alma a su cofradía del alma. Fueron hermanos de Jesús Nazareno, la más alta condecoración que puede recibir un zamorano. Ellos oyeron, muchos años aquí en la tierra, en la madrugada del Viernes Santo, ese inconfundible sonido, trabajado con remembranza y duelo, del Merlú. Ellos regresan hoy con él, subidos en las alas de ese grito, a la primera fila de la memoria. Vuelven a salir en procesión, a nuestro lado, por el itinerario emocionado y sincero del corazón. Van con nosotros, para ser precisos.

Estatua El Merlú Plaza Mayor de Zamora
Y cuando un postrero lamento del Merlú, a la puerta de San Juan, besa con su plegaria a la Virgen de la Soledad y la despide, lo hace en nombre de todos los que antes de partir a la otra vida, tuvieron la suerte de conocer, acompañar y rezar a esa Madre en ésta. Y así, con ese último sentimiento del metal y el tambor, un año más quedan encomendados bajo su manto.

Terminada la procesión, el Merlú permanece, en bronce, al lado de la iglesia, en la Plaza MAyor como testimonio de fe, ejemplo de perseverancia en la tradición, tributo a la historia cofradiera de Zamora y a su manifestación más popular que le ha abierto las fronteras de la fama en todo el mundo. Pero sobre todo, el Merlú está allí como un símbolo y una recomendación. Lo grita ese gesto del bronce con los pies asentados firmemente en la tierra. El futuro de esta tierra tiene que ir mucho más allá de la fidelidad a una tradición tan hermosa. Con ser fieles a una tradición no se conquista el porvenir ni se labra todo un siglo que llega. No podemos refugiarnos en la belleza perdurable de unas pocas fechas. Ahí está el Merlú, plantado en el centro de su Plaza Mayor, para despertar cada mañana a los zamoranos y llamarlos a participar en la procesión del futuro, que va mucho más allá de una conmemoración y de unas pocas jornadas, por muy inolvidables que sean. Así tendrá un mayor sentido ese sonido de las evocaciones y de las ausencias en la madrugada del Viernes Santo.

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