Crónica de cuando las Navidades se celebraban con casi nada
Bajo el frío cuchillo de las heladas, cuando los caminos se volvían barro o pedregal intransitable y el año agonizaba, los pueblos zamoranos se recogían en torno al fuego y a unas pocas certezas como el pan, la familia, la misa y el canto. Lo demás, regalos, adornos y consumismo, llegaría después, cuando la televisión empezó a colarse por las rendijas de las casas, como una visita pertinaz dispuesta a uniformarlo todo. Hasta entonces, la Navidad era un asunto de pobres con la dignidad erguida, de gentes que sabían que el milagro no estaba en los paquetes de colores, sino en sacar adelante a los suyos un año más.
En los pueblos de Tierra del Pan, Sayago, Aliste, Sanabria, Guareña, Carballeda, Tierra de Campos, Toro, Tierra del Vino, Tábara, Alba o Benavente y los Valles, el adviento no se medía en semanas de compras sino en los trabajos propios del invierno como acarrear leña, asegurar el grano "nel sobráu", o remendar la ropa para que resistiera mejor la pelona de las heladas. La casa olía a humo, a caldo ralo y a ropa secándose junto al lar.
A ratos, en los filandones y seranos, las mujeres hilaban y los hombres jugaban a las cartas mientras alguien entonaba un villancico viejo, heredado de abuelos que nunca supieron leer pero sabían de memoria la genealogía de cada vecino. Allí, al calor de la lumbre, se amasaba de verdad la Navidad entre romances o historias de ánimas que regresaban en esas noches largas, supersticiones que prohibían barrer al anochecer o dejar el fuego apagado, y un respeto reverencial por el día de Nochebuena, cuando hasta las bestias decían se arrodillaban a medianoche.
El aguinaldo era el pequeño sobresueldo del mundo pobre, su modesta lotería de proximidad. Los rapaces recorrían las casas del pueblo con las mejillas encendidas por el frío, cantando coplas que mezclaban devoción y picaresca, deseando “buenas Pascuas” a cambio de unas nueces, unos higos, un cachico chorizo o unas cuantas monedas que tintineaban como promesa de golosina en las ferias venideras. No había juguetes de plástico ni catálogos vistosos, sino una economía del detalle en la navaja nueva, en unas albarcas mejor remendadas, en una cinta de colores para el pelo o en un kilo de azúcar o de café comprado con no poco sacrificio. Eso era el regalo navideño, algo útil, casi siempre necesario, pero envuelto en la alegría íntima de saberse tenido en cuenta.
En Zamora, como en buena parte del resto de León, el gran símbolo de esas fiestas no fue siempre el árbol, importado desde las modas centroeuropeas y consolidado ya en la etapa final del franquismo, sino el ramo. Ese ramo leonés era en realidad un viejo rito del solsticio, cristianizado a fuerza de siglos. En muchos pueblos zamoranos se alzaba una rama de árbol o una armazón de madera adornado con cintas, velas, frutas, rosquillas y pañuelos y después se ofrecía en la iglesia, acompañado del canto del ramo, una letanía de versos compuestos por algún versificador local que sabía enlazar la vida dura del campo con la ternura de la Sagrada Familia. El ramo, elevado a la espadaña o colocado en un lugar de honor, era un desafío humilde al invierno, proclamando en aquellas noches frías, que la luz volvería.
Los pastores, que conocían como nadie las intemperies, eran los protagonistas de la Pastorada, esa pieza que unía diálogos sencillos, el anuncio del ángel, la preparación de viandas y los ofrecimientos al Niño. Entre risas y devoción se representaba en la iglesia o en el atrio un mundo en el que el cielo y la tierra firmaban una tregua precaria. En algunos pueblos se conservó también el Auto de Reyes, una pequeña joya del teatro popular en la que Melchor, Gaspar y Baltasar se abrían paso entre pastores y taberneros hasta el portal. En lugares como Andavías o Cotanes se recitaban versos de memoria, heredados de generaciones anteriores, mientras los vecinos se apretujaban, con el vaho convirtiéndose en incienso profano, para no perderse la función.
El aguinaldo tenía su versión adulta en las cuelgas¹ y cuestaciones². Los mozos recorrían las casas pidiendo para sufragar la fiesta, amenazando en broma con coplas que, si no había colaboración, dejaban en evidencia al tacaño de turno. A cambio, ofrecían música, bailes y la promesa de una ronda generosa. En la Zamora de comienzos del siglo XX, la Navidad era también ocasión de reafirmar jerarquías; los mozos como fuerza viva del pueblo, las mozas como protagonistas del canto y los mayores como memoria respetada. León y Salamanca compartían esa misma gramática de la fiesta, con variantes en las letras y en los ritos, pero idéntica alma, donde la estación más dura del año se enfrentaba con canciones, vino recio y una sociabilidad que hacía de parapeto contra la soledad.
Poco a poco, con la dictadura avanzando y los pueblos empezando a vaciarse a golpe de emigración, las Navidades se llenaron de ausencias. Los que se habían marchado a Bilbao, a Madrid, a Cataluña, a Alemania y un larguísimo etcétera, regresaban por unos días con maletas de cartón y nostalgia a cuestas. Traían juguetes comprados en grandes ciudades, perfumes desconocidos y radios portátiles que parecían hablar otros idiomas.
Era el momento en que el mundo urbano irrumpía en las cocinas de adobe o piedra, y la vieja Navidad de ramos y aguinaldos empezaba a convivir no sin fricciones con el árbol, el papel de regalo y, más tarde, el televisor presidiendo el salón como un nuevo altar laico. Pero en nuestra tierra, la Navidad siguió oliendo más a castañas asadas que a turrón industrial.
En las casas se siguió matando el cerdo, rito que garantizaba chorizos y jamones para buena parte del año, y la Nochebuena nunca se entendió sin esa mesa modesta pero orgullosa donde el vino clarete, el bacalao, las sopas de ajo y algún dulce casero siempre fueron manjar de reyes. Los niños, al acostarse, dejaban los zapatos junto al brasero o la chimenea, esperando que los Reyes se acordaran de ellos con alguna peonza, pelota, muñeca de trapo o cuaderno nuevo. La ilusión no se medía en cantidad, sino en la intensidad con que se vivía cada pequeño obsequio.
Cuando llegó la democracia, con sus libertades recién estrenadas y su furor por modernizarlo todo, muchos creyeron que aquellas costumbres tornarían en restos folklóricos condenados a museo. Pero la memoria tiene la obstinación de la hierba que brota entre las piedras. Hoy, cuando en los escaparates de Zamora compiten el árbol y el ramo, cuando en algunos pueblos se recuperan los autos de Reyes y los cantos de Pastorada, lo que renace no es una postal costumbrista, sino la conciencia íntima de aquellos hombres y mujeres, tan pobres como tercos, que supieron construir su Navidad con muy poco y, sin embargo, con una hondura que desarma. En sus aguinaldos de nueces y en sus ramos de laurel estaba cifrada una lección que aún nos alcanza, recordándonos que la verdadera fiesta no se compra, se teje entre todos. Filemos entoncias.
¹ cuelga: tradición que consiste en regalar un gran collar, tradicionalmente hecho de cinta, que se cuelga en el cuello del cumpleañero o agasajado, que está cargado de golosinas, dulces y a veces productos típicos de la zona. El origen de esta costumbre se remonta a las montañas de León, donde antiguamente se adornaba la cinta con productos de temporada como manzanas, pan, o rosquillas, en lugar de los dulces actuales.
² cuestaciones: A lo largo del calendario festivo, sobre todo en los meses de invierno, era habitual que grupos de pobres o personas necesitadas fuesen de casa en casa y de aldea en aldea pidiendo alguna ayuda. Ésta solía entregarse en forma de productos o alimentos huevos, chorizos, tocino, morcillas, nueces, avellanas, peras, manzanas, naranjas, etc., fruto de la caridad cristiana y de la vieja hospitalidad campesina. A cambio, quienes pedían correspondían con fórmulas de cortesía, deseando salud y buena fortuna a los benefactores.
Este artículo fue escrito por Gus Cornell Weiland. Se publica aquí con su permiso. Puedes leer más de su trabajo en [ Gus Cornell Weiland ] Mi artículo de hoy se titula "Crónica de cuando las Navidades se celebraban con casi nada". Lo podéis encontrar en la ediciones impresa y digital de la Opinión de Zamora, fruto de la colaboración semanal que el Colectivo Ciudadanos de la Región Leonesa CCRL mantiene con este diario.


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